Hace dos semanas sintonicé casualmente una emisión radiofónica sobre el poeta americano William Carlos Williams que llevaba este título: "La dura pepita de la belleza". Esta frase me hizo prestar atención. Me gusta la representación de que la belleza tiene un núcleo duro y, si pienso en la arquitectura, esta conexión de belleza y dureza nuclear me es familiar. De pronto oigo -como parece haber dicho Williams-: "La máquina es algo que no tiene partes superfluas". Pienso para mí que el propio Peter Handke expresa esta misma idea cuando dice que la belleza reposa en las cosas naturales, prístinas, que no han sido ocupadas con signos o mensajes, y que se sentía contrariado cuando no descubría ni podía desvelar el sentido de las cosas.
Más tade me sigo enterando por la emisión radiofónica que la poética de Williams se basa en su concepción de que no hay ideas si no es en las cosas, y que su arte trata de dirigir la percepción sensorial al mundo de cosas para hacerse con ellas.
Según dice el comentarista de la radio, para Williams esto ocurriría aparentemente sin emoción y lacónicamente, y precisamente por ello sus textos desarrollarían tal vigorosa fuerza emocional.
Lo que estoy oyendo me interpela a mí mismo: mediante mis obras no intento querer producir emociones, sino dejar que las emociones se expandan. También procuro permanecer yo mismo duro junto a la cosa, si bien cercano a la esencia propia de la cosa que debo crear, y confiar en que el edificio, si se ha pensado con la suficiente precisión para su lugar y su función, despliegue su propia fuerza, que no necesita ninguna añadidura artificial.
La dura pepita de la belleza: su substancia concentrada.
¿Pero dónde se sitúan los campos de fuerza de la arquitectura, que, trascendiendo lo superficial y arbitrario, constituyen su substancia?
Italo Calvino nos cuenta en sus Seis propuestas para el próximo milenio que el poeta italiano Giacomo Leopardi entreveía la belleza de una obra artística -en este caso literaria- en lo vago, abierto e indeterminado, pues es justamente lo que mantiene abierta la forma a múltiples realizaciones de sentido.
El enunciado de Leopardi salta a la vista. Las cosas, las obras de arte que nos conmocionan, tienen muchos estratos, poseen muchos, acaso infinitos, planos de significado que se superponen y se amalgaman, trasnformándose a la luz de las distintas maneras de ser contempladas.
¿Pero cómo se alcanza esa profundidad y esa estratificación múltiple en un edificio que uno, como arquitecto, ha de crear? ¿Puede proyectarse lo vago y lo abierto? ¿No están en contradicción con la aspiración a la exactitud que la estimación de Williams parece implicar?
Calvino, tomando como base un texto de Leopardi en el que se elogia lo vago llega a una respuesta sorprendente: constata cómo en sus textos aquel amante de lo indeterminado se atiene minuciosa y fielmente a las cosas que describe y que describiéndolas quiere hacer sugerir, hasta el punto de concluir: "¡Esto es, pues, lo que nos pide Leopardi para hacernos gustar de la belleza de lo indeterminado y de lo vago! Una atención extremadamente precisa y meticulosa, es lo que exige en la composición de cada imagen, en la definición minuciosa de los detalles, en la vaguedad deseada". Calvino concluye con la exclamación, aparentemente paradójica: "¡El poeta de lo vago sólo puede ser el poeta de la precisión!".
Lo que me interesa de esta historia que cuenta Calvino no es la exhortación al trabajo minucioso y paciente y a la precisión, algo que todos ya conocemos, sino la indicación de que, si las conocemos con precisión y dejamos que ejerzan sus derechos, la abundancia de estratos y la riqueza hablan por sí mismas desde las propias cosas.
Aplicado a lo arquitectónico, para mí esto significa que la fuerza y la multiplicidad de estratos de significado emergen de la propia tarea constructiva, es decir, de las cosas que la integran o, justamente, la condicionan.
En este sentido, John Cage dice que en una de sus lecciones que él no es ningún compositor que oiga mentalmente la música y luego intente transcribirla. Su forma de trabajar sería otra. Primero elabora conceptos y estructuras y deja que se ejecuten, y es sólo entonces cuando se da cuenta de cómo suenan.
Cuando leí esta declaración me vino en mente cómo, no hace mucho, desarrollamos en el despacho un proyecto para unas termas en la montaña, sin proponernos de antemano ninguna imagen interna en relación con esta tarea constructiva, para luego transformarla según lo que ésta fuera pidiendo; al contrario, intentamos responder a toda una serie de preguntas fundamentales que concernían al lugar, a la tarea y a los materiales de construcción -montaña, piedra, agua- y que, de momento, no se podían representar.
Sólo cuando nos fue posible ir dando paulatinamente respuestas a las preguntas hechas al lugar, al material y a la tarea constructiva, surgieron poco a poco estructuras y espacios que a nosotros mismos nos dejaron estupefactos y que creo que tienen el potencial de una fuerza primigenia que se remonta más allá de la mera disposición de formas estilísticamente preconcebidas.
Ocuparse de las leyes propias de cosas concretas -como montaña, piedra o agua- teniendo como telón de fondo una tarea constructiva que entraña la posibilidad de captar algo de la esencia originaria y "civilizadoramente inocente" -por así decirlo- de esos elementos, y luego expresarlo, desarrollando así una arquitectura que brota de las cosas y vuelve a las cosas. Así, las imágenes preconcebidas y las representaciones formales estilísticamente prefabricadas no podrían hacer otra cosa que bloquar el acceso.
Mis colegas suizas Herzog & de Meuron hablan -los cito aquí según el sentido de sus palabras- de que actualmente la arquitectura ya no se da como totalidad y que, por tanto, debe producirse artificialmente por así decirlo, en la cabeza del proyectista, en un acto de pensamiento. Ambos arquitectos deducen de esta estimación su teoría de la arquitectura como forma conceptual, una arquitectura que, como supongo, debe reflejar de un modo especial su totalidad pensada y, con ello, artificial.
No querría seguir ocupándome aquí de esa arquitectura en cuanto teoría-de-forma-mental, pero sí del supuesto que subyace en esa idea, de que actualmente ya no se da una totalidad en el edificio en el viejo sentido constructivo del término.
Personalmente creo en la totalidad corpórea del objeto arquitectónico que se basta a sí misma, si bien no como algo obviamente dado, sino como meta, difícil pero indispensable, de mi trabajo.
¿Pero cómo es posible lograr esa totalidad en la arquitectura en una época en la que falta lo divino como dador de sentido y la realidad amenaza con autodisolverse en la corriente de imágenes y signos pasajerons?
En Peter Handke leo sobre los esfuerzos que lleva a cabo para hacer de sus textos o descripciones una parte del entorno al que se refieren. Si interpreto correctamente sus expresiones, lo que aquí me sale al encuentro no es la conciencia de la dificultad, que tan bien conozco, de liberar de su artificialidad a las cosas que se han de crear en un acto artificial, transmutándolas en el mundo de las cosas cotidianas y naturales, sino más bien de la creencia de que la verdad se esconde en las propias cosas.
Creo que en los procesos artísticos que aspiran a la totalidad de sus producciones se les intenta dotar una y otra vez de una presencia análoga a la que todas las cosas tienen en la naturaleza o en el entorno virgen.
Así entiendo muy bien a Handke cuando, en la misma entrevista en que se autocalifica como un escritor de lugares, pide de sus textos: "Que no ocurra ahí nada accesorio, sino un conocimiento de los detalles y su anudamiento en todo un ... estado de cosas."
La expresión "estado de cosas" (Sachverhalt) que Handke utiliza me parece perfectamente ilustrativa respecto al objetivo de crear cosas no artificiosas, unitarias: producir estados de cosas exactos, pensar los edificios como un estado de cosas, cuyas particularidades deben conocerse correctamente y llevarse a un mutuo entramado objetivo. Una relación objetiva.
Lo que aquí tiene lugar es una reducción a los objetos y a las cosas que son. En este contexto, Handke habla también de la fidelidad a las cosas. Él querría que sus propias descripciones fueran vividas con fidelidad al lugar que describen, no como una coloración o una pintura añadida.
Frases como éstas me ayudan a no conformarme con el disgusto que a menudo me asalta cuando contemplo arquitectura reciente. Una y otra vez, me encuentro con edificios configurados ostentosamente y que tienen la voluntad de tener una forma peculiar, y esto me malhumora. Es verdad que el arquitecto que ha hecho esas cosas no está presente, pero no para de hablarme en cada detalle del edificio, y me dice siempre lo mismo, algo que enseguida deja de interesarme. La buena arquitectura debería acoger al hombre, dejarle que viva y habite allí, y no abrumarle con su charla.
¿Por qué, me pregunto a menudo, se busca tan raramente lo natural, lo difícil? ¿Por qué en arquitecturas recientes encuentra uno tan poca confianza en las cosas primigenias que constituyen la arquitectura? Cosas tales como el material, la construcción, lo portante y lo portado, la tierra y el cielo, con poca confianza en los espacios libres para que sean tales; espacios en los que se procura su envolvente como configurador espacial que lo define, la forma que lo excava, su vacío, su luz, su aire, su olor, su capacidad de recepción y de su resonancia.
Personalmente, me gusta imaginarme que proyecto y construyo casas en las que, al final del proceso de construcción me retiro, por así decirlo, dejando atrás un edificio que ya es por sí mismo, que sirve para habitar en él como una parte del mundo de cosas, capaz de seguir adelante sin mi retórica personal.
Para mí, en los edificios hay un estar callado que es hermoso, y que asocio con conceptos como serenidad, evidencia, duración, presencia e integridad, pero también con calidez y sensualidad; ser él mismo, un edificio; no exponer nada sino ser algo.
"Say that it is a crude effect, black reds,
Pink yellows, orange whites, too mucho as they are
To be anything else in the sunlight of the room.
Too much as they are changed by metaphor
Too actual, things that in being real
Make any imaginings of them lesser things".
Éste es el comienzo del poema Bouquet of Roses in the Sunlight del poeta norteamericano Wallace Stevens, el "lírico de la contemplación sosegada".
Wallace Stevens, tal como leo en el texto que acompaña al volumen de poemas, se ha propuesto el desafío de mirar largo y tendido, con paciencia y exactitud, y descubrir las cosas, comprenderlas totalmente. Sus poemas no son una protesta o una queja por el orden perdido, ni tampoco la expresión de una perturbación, sino que buscan una armonía que, a pesar de todo, aún es posible, y que en su caso sólo puede ser la armonía de la poesía (Calvino argumenta algo parecido cuando dice que la única defensa que tiene para oponerse a la pérdida de forma que constata en todas partes es "una idea de la literatura").
Para Stevens, la realidad es la meta buscada. Se aduce una cita suya donde asegura que el surrealismo no fue capaz de impresionarle, porque inventa sin descubrir: "Hacer que un moluscoo toque el acordeón significa inventar, no descubrir", dice Stevens. Aquí asoma una vez más aquel pensamiento fundamental que creo conocer de labios de Williams y Handke y que me figuro poder rastrear también en los cuadros de Edward Hopper: sólo entre la realidad de las cosas y la imaginación se enciende la chispa de la obra de arte.
Si traduzco a un lenguaje arquitectónico la frase que acabo de citar, me digo que únicamente entre la realidad de las cosas de las que trata un edificio y la imaginación se enciende esa chispa de un edificio logrado. Para mí la frase no es ninguna revelación, sino la confirmación de una experiencia que siempre vuelvo a hacer en mi trabajo, y la confirmación de una voluntad cuyas raíces parecen hundirse en mí mismo.
Una vez más la pregunta: ¿Dónde encuentro la realidad a la que tiene que apuntar mi fantasía cuando intento proyectar un edificio para un lugar y un fin determinados?
Una clave para la respuesta a esta cuestión se encuentra, creo, en las propias palabras "lugar" y "fin".
En su ensayo "Construir, habitar, pensar", Martin Heidegger dice: "Un rasgo esencial del ser humano es la estancia junto a las cosas". Esto lo entiendo yo en el sentido de que, incluso cuando pensamos, nunca nos encontramos jamás en un ámbito abstracto, sino siempre dentro de un mundo de cosas. Y sigo leyendo en Heidegger: "La relación del hombre con los lugares y, a través de ellos, con los espacios se basa en el habitar".
El concepto de "habitar", entendido tan ampliamente como lo hace Heidegger, un vivir y un pensar en lugares y espacios, encierra una indicación precisa de aquello que para mí, como arquitecto, significa la realidad.
La realidad de las teorías desprendidas de las cosas no es la que me interesa, sino que es la realidad de la tarea constructiva concreta, cuya finalidad es ese habitar hacia la que quiero dirigir mi fantasía. Es la realidad de los materiales de construcción -piedra, paño, acero, cuero, ect.- y la realidad de las formas constructivas que utilizo para levantar el edificio, en cuyas propiedades intento penetrar con mi imaginación, preocupado por su sentido y su sensualidad, a fin de que así se pueda encender, quizás, esa chispa del edificio logrado capaz de alojar al ser humano.
La realidad de la arquitectura es lo concreto, lo convertido en forma, masa y espacio, su cuerpo. No hay ninguna idea fuera de las cosas.
*El articulo escrito en 1991 fue extraido del libro Pensar la arquitectura (2004)
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