La disciplina cultura colonial dejó un tipo de arquitectura uniforme en toda la América española. Las leyes de Indias prescribieron cómo debía ser la ciudad: con su plaza mayor, su cabildo, su iglesia matriz, sus cuatro conventos y sus solares distribuidos proporcionalmente entre los encomenderos y soldados. Llegaba el conquistador con sus huestes a un valle riente como el de Jujuy o a un ansiado río como el de Santiago; tomaba posesión de la tierra, plantando una cruz y blandeando su espada; empezaba luego el trazado de la villa, y en torno de ésta la repartición de quintas, chacras y fundos para ganadería. El cabildo venía después a presidir la construcción comunal, rigiendo la vida urbana desde el alba a la queda. Ese plano cuadrangular se repite en nuestras catorce provincias y se dilata por todo el Continente, con leves diferencias de nivel en las tierras montañosas, de opulencia en las zonas ricas, de grandeza en los centros virreinales. Mas, a pesar de esas diferencias, todas las ciudades hispanoamericanas se parecen por su cabildo de arquería y de torre; por su matriz de doble campanario, frente a la plaza mayor; por sus vetustos conventos cardinales, con claustros umbrosos; por sus casas de zaguán andaluz y ancho patio florido. Las calles transitadas por mestizos de ponchos multicolores o damas de mantilla, las paredes blanqueadas de cal, las techumbres de teja roja, la circundante verdura de las huertas, ponían sus notas de color en estas ciudades. Una paz monótona reinaba en la vida, interrumpida de tarde en tarde por la gresca de los bandos capítulares, o entremecida, allá en el secreto de las almas, por las emociones del amor romántico, que la huerta doméstica sahumaba de azahares y jazmineros. Así eran los pueblos de provincia, y así era Buenos Aires; tal como el comisionado Aguirre la describió en el siglo XVIII. En otras regiones, donde hubo antiguas Cortes virreinales, como en Méjico y Lima; o veneros de plata, como en Potosí; o Universidad, como en Córdoba; o populosa audiencia, como en Charcas; o señoría opulenta, como en Bogotá, la gloria de la aristocracia, de la magistratura, de la iglesia, trascendió de la arquitectura urbana, mejorándola con los primores del arte. La mina de piedra daba la materia; la mina de oro pagaba la labranza. Las más suntuosas formas del Renacimiento español fueron trasplantadas a América y especialmente a Méjico. El plateresco y el mozárabe vistieron pórticos, tornearon columnas, decoraron artesonados y pusieron en las celosas ventanas el encaje de las rejas. La esplendidez de los amos, llevó todavía su grandeza a la casa del fundo, que solía tener almena y oratorio... Mucho de aquella arquitectura colonial queda en varias naciones hispano-americanas. Tuvimos nosotros menos, y casi todo lo hemos destruido, pero cuando he visitado el convento de Santo Domingo, o he paseado por la calle de la Defensa, lo mismo que cuando pienso en las iglesias de Córdoba o en los patios de Jujuy, he comprendido que todo aquello nació del mismo espíritu que alienta en el Peregrino de Tejeda y en la Historia de Lozano, o sea en la obra literaria de "Los coloniales".
*Este escrito fue extraido del libro Eurindia de Ricardo Rojas.
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