La América precolombina creó arquitectura propia, anterior a toda influencia europea. Las soterradas ciudades de Palenke y Uxmal, las derruidas ciudades de Machu Pichu Tianhuanaco, son monumentos arcaícos, de la más remota antigüedad. Cubiertas ya por la tierra y el bosqu, se confunden con el misterio geológico, o yacentes al sol, sus restos megalíticos plantean abismales problemas a la prehistoria. Aquí y allá surgen por todo el sistema andino, las piedras labradas del menhir o el teocali. Un cierto parentesco de cosa a la vez enorme y obscura emparenta la vasta formación, y la curiosidad se pregunta si aquello fue creación genuina del genio indiano. La fantasía, en cambio, y la propensión a buscar procedencias exóticas, nos sugiere la sospecha de que todo aquello pueda ser reliquia de la perdida civilización atlante, o nos induce a descubrir, en tal cual detalle, reminiscencias hindués, chinescas o egipcias. Cualesquiera sea su origen, esa arquitectura tiene un carácter de hieratismo y de fuerza inseparable ya de la leyenda y del paisaje americanos.
Más acá en el tiempo, en los umbrales de la historia escrita, álzanse las ciudades imperiales de Atahualpa y de Moctezuma, en las cuales subsiste algo de la arquitectura anterior, aunque disminuido en proporciones y simplificado en símbolos decorativos. En torno del Cuzco, por todo lo que fue el Reino de Tahuantinsuyo -el reino de los cuatro horizontes- yacen en los amenos valles, pueblos menores, fortalezas, tumbas, íconos, cuya dispersión se prolonga hacia el sur hasta los valles del noroeste argentino.
Varios pucarás quedan intactos en puntos estratégicos de la quebrada de Humahuaca: así Calete y Yacoraite, por ejemplo, cuyas imponentes moles he tenido la emoción de contemplar; o bien se trata de yacimientos explorados ya por la arqueología, que ha descubierto en sitios como Tilcara verdaderas ciudades en las cuales se ha podido identificar el hogar, la despensa, el santuario, la muralla, la tumba, según el plan de las ciudades patriarcales o religiosas. Las provincias de Jujuy, Salta, Catamarca, La Rioja y Tucumán guardan tesoros insospechados de ese mismo género, especies de Cretas indias, cuyas piedras se confunden con los circundantes bloques del paisaje. Hoy todavía el indio labra su choza de piedra a la sombra de la montaña.
La montaña permitió esa creación, que por la materia recia y el clima seco ha persistido, en tanto que los habitadores de la pampa, más rudimentarios en su civilización y privados de piedra, construyeron sus simples caseríos con material deleznable. Los indios de la llanura, como después los gauchos, edificaron de barro y madera sus viviendas. Los libros de la colonia, desde Schmidel hasta Azara, describen aquellos efímeros albergues pasajeros como el hombre que los levantó. He visto en la pampa la tapera de quincha, tal como lo describió Martín Fierro, solitaria junto al ombú y nostálgica del hombre en medio del desierto. He visto asimismo en la selva santiagueña, el rancho de horcones silencioso bajo un gran algarrobo: "el rancho abandonado", tal como lo cantó Alberto Williams. Aquella casa es el símbolo arquitectónico de la llanura de barro, de la población escasa, de la sociedad primitiva que nos dio también su simbolo en la poesía gauchesca.
*Este escrito fue extraido del libro Eurindia de Ricardo Rojas.
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