Apenas la guerra nos independizó de España y apenas el crecimiento económico fue poniéndose en contacto con la inmigración europea, la arquitectura argentina comenzó a cambiar. Cambió en toda la América sincrónicamente, pero en Buenos Aires más que en parte alguna, y de aquí penetró la corriente modificadora en todas las ciudades del interior. Teníamos en el Plata poca arquitectura que respetar y tanta obra nueva por hacer, que la fisonomía urbana mudóse rápidamente, sobre todo en la segunda mitad del último siglo. A nuevas instituciones y costumbres correspondió nueva arquitectura. La población cosmopolita y la burguesía extranjerizante rompieron la unidad moral de la patria. La honda crisis espiritual anarquizó la estética de las ciudades. La villa humilde, pero homogénea, se convirtió en urbe inmensa, pero desarmónica. La democracia progresista demolió a su antojo. El individualismo vanidoso construyó a su capricho. La casa de la Virreina y la casa de Rosas desaparecieron. Imitó en argamasa, la parisiense avenida de la Opera, la porteña Avenida de Mayo. Arboles exóticos en las plazas y letreros políglotas en las calles, publicaron nuestra claudicación. Se subordinó la belleza urbana al interés mercantil. Surgieron monumentos pretenciosos, de indefinible estilo, manchados además por la defraudación y la coima.
La casa hidalga, de zaguán propio, que era la puerta del honor doméstico, fue reemplazada por la puerta común de los departamentos. El sórdido conventillo sustituyó a la soleada ranchería. El rascacielos se levantó orgulloso sobre los tejados. Templos de varios cultos, bancos de diversas naciones, escuelas de todas las razas, aparecieron en la zumbante colmena. El ejemplo metropolitano cundió en las provincias, sin previsión ni discernimiento. La campaña meriodinal y abierta vio los absurdos del "chalet" apretado y del techo caedizo para la nieve. Tornóse visible un hiato espiritual entre el paisaje y la arquitectura, porque lo había entre la naturaleza y el hombre. Morábamos en edificios dislocados, porque estaban rotos los eslabones en las almas. Era necesario remacharlos de nuevo, pero sería difícil, porque estábamos padeciendo no tanto una inmigración de individuos cuanto una emigración de ideas. El materialismo histórico, el progreso por agrupación, el cosmopolitismo sin bandera, fondo mezquino de nuestra cultura después de la emancipación, debía darnos ciudades sin unidad, en las que lo italiano, lo inglés, lo francés, lo alemán, lo suizo, lo yanqui, se suceden arbitrariamente; en que la balumba mercantil ahoga las voces espirituales; en que el obrero no tiene vivienda limpia, y el señor tiene vivienda exótica.
Y lo que ha pasado en Buenos Aires ha ocurrido también en Montevideo, Rio de Janeiro, San Pablo, Méjico, Santiago de Chile, Valparaíso y otras ciudades americanas. Ha ocurrido, finalmente, en las capitales de provincia, que se sintieron como avergonzadas de sí mismas y pusiéronse a imitar sin discernimiento el frenesí de Buenos Aires. Hoy empezamos a moderar la marcha y a rectificar el rumbo, con más clara conciencia de nuestro destino americano.
*Este escrito fue extraido del libro Eurindia de Ricardo Rojas.
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